El reto de una ciudadanía económica y una economía ciudadana

19 diciembre, 2017

El concepto de ciudadanía social1 suele criticarse con cierta asiduidad por su tendencia a sugerir una ciudadanía pasiva, satisfecha con la simple idea del “derecho a tener derechos”. Dicha concepción aparentemente ambiciosa se opone a la de una ciudadanía activa, con vocación de asumir responsabilidades respecto a lo qué debe hacerse y al cómo debe hacerse respecto a los retos políticos, sociales y económicos urbanos.

En realidad en la actualidad ya existe un amplio espectro político que coincide en la necesidad de, más allá de garantizar derechos, profundizar en una democracia de las responsabilidades2, donde los ciudadanos deben poder expresar directamente respuestas concretas. La emergencia de una necesaria democracia directa que complemente la democracia representativa ha comportado a menudo incluso una cierta banalización de la participación cuando no caer directamente en un participacionismo estético y vacío de contenido.

Para evitar la generación de expectativas que difícilmente pueden cumplirse, el fomento de la participación de los ciudadanos probablemente debería partir de la idea que nuestras democracias no son ni estrictamente representativas ni participativas, sino algo parecido a una poliarquía3. De ser así, toda vocación de implicar a los ciudadanos debería pretender -modestamente- multiplicar los centros de poder en la medida de la posible con el objetivo de evitar -o al menos contrarrestar- cualquier proceso de monopolización del poder político. Dicha multiplicación de los centros de poder supone en la práctica ampliar y extender la capacidad de tomar decisiones a cuantas más personas mejor.

Pero ¿Es posible tomar decisiones, participar en ellas o simplemente mostrar algún interés acerca de lo público cuando no se disponen de los recursos económicos básicos o suficientes para vivir o para vivir bien?4 La respuesta lógica es no. De acuerdo al planteamiento del republicanismo democrático, por lo tanto, parece razonable aceptar que la independencia material es una condición innegociable para la independencia política. Así fácilmente podemos llegar a la conclusión que cuanto mayor sea la participación económica de los ciudadanos en la economía de la ciudad, mayor será la cantidad y calidad de su participación política.

En realidad ya en la antigua Grecia se consideraba que los ciudadanos tenían el derecho a participar en la vida política cuando eran individuos libres, en el sentido literal que no dependían de otra persona para vivir. Esta definición es la que excluyó durante siglos tanto a esclavos, como a cualquier persona que estuviese sometida a cierto grado de servidumbre: niños, mujeres, extranjeros que no gozaban de la ciudadanía o incluso los asalariados que el propio Aristóteles asociaba a esclavitud5.

Desde la democracia griega de los ciudadanos libres (propietarios en el sentido de no depender de un tercero) el desarrollo y profundización de la democracia no ha consistido en otra cosa que -mediante sucesivas oleadas y convulsos vaivenes- tratar de ampliar ese estrecho círculo de personas que sí podían participar en las decisiones políticas.

Y así hasta llegar a nuestros días donde la participación política (derecho a voto, a la libertad de expresión, de participación, etc) se ha impuesto definitivamente dado que todo individuo adulto es miembro con plenos derechos políticos independientemente de su propiedad privada, de su nivel de ingresos o su nivel riqueza particular6. Si bien es indudable que ello es un éxito colectivo, no es menos cierto que, contrariamente, en nuestras democracias modernas la participación económica ha quedado relegada en el mejor de los casos a la participación política de los ciudadanos en las decisiones económicas.

Aunque es evidente que existe una conciencia muy débil entre los habitantes de nuestras ciudades acerca la potencialidad de la ciudadanía económica, debido a que la ciudadanía ha quedado circunscrita a lo político, lo cierto es que la condición de ciudadano económico convierte al habitante en ciudadano plenamente, alejándolo de una mera posición de súbdito, de mero receptor de órdenes, prohibiciones y obligaciones o de un “mero” votante. Por ello la ciudadanía económica va mucho más allá de una garantía deliberativa sobre las cuestiones de orden social, político y económico, puesto que expresa la capacidad de participar, de tomar parte, en el proceso de creación y gestión del proceso económico en una ciudad determinada, en una dinámica opuesta a la de la concentración del capital o la monopolización del poder económico.

Obviamente en un entorno económico globalizado, donde los problemas y los retos depasan el ámbito de cualquier ciudad o Estado, el ejercicio pleno de una ciudadanía económica requeriría una concepción cosmopolita universal con instituciones democráticas globales, pero es obvio que en la actualidad éstas son tan necesarias como inexistentes.

Partiendo por lo tanto de la realidad económica presente, el reto de nuestros responsables técnicos y políticos debería consistir en plantear cómo debe desarrollarse la extensión de la ciudadanía económica en un proceso de construcción de una economía ciudadana. En virtud de lo expuesto, tres vías principales parecen fundamentales a tener en cuenta:

La participación en la toma de decisiones

Facilitar la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones fundamentales que afectan a su vida económica. Ello puede ser a través de los mecanismos que prevé la democracia representativa (voto, partidos, contrapresos) complementándolos con mecanismos de democracia directa (referéndum, consultas) y una gestión pública cooperativa (comisiones, planes estratégicos, consejos), eso sí, orientada a la conciliación del conflicto, con vocación dialéctica y orientada a sacar provecho colectivo del pluralismo político y no a silenciarlo.

La participación en la capacidad de creación de riqueza

La ciudadanía económica se ejerce plenamente en el ámbito de la creación de riqueza. Una ciudad por lo tanto que promueva la ciudadanía económica tenderá a tener una economía ampliamente distribuida entre grandes, medianas y pequeñas empresas; un equilibrio entre empresas globales y locales, entre empresas propiedad de accionistas y empresas privadas de propiedad individual o colectiva, entre asalariados y emprendedores, entre funcionarios y autónomos, será facilitadora del ciudadano-productor. Pese a la moda de la economía del acceso7, subsiste en nuestras sociedades una larga tradición propietarista que defiende la propiedad privada (históricamente, de la tierra) convencidos que puede permitir las condiciones de posibilidad de la independencia individual que, a su vez, hace posible el ejercicio de la libertad política como el desarrollo personal. Igualmente esa voluntad de libertad y autonomía es lo que empuja a una persona a crear su propia empresa, a impulsar su proyecto profesional particular o a una tercera a adquirir -invirtiendo sus ahorros o a través de un préstamo-una propiedad con fines lucrativos –un taller, una máquina, un ordenador o un barco de pesca.

Disponer de recursos básicos cuando no se genera riqueza

Tal y como ya he sugerido, una vez conseguido el voto universal, en nuestras democracias modernas aumenta la percepción que la participación y la libertad política deben ir acompañadas de una equivalente libertad económica entendida como la no dependencia económica, que la ciudadanía para ser plena debe ir vinculada a la disposición de unos recursos económicos básicos. Por ello, cuando estos no se consiguen mediante el desarrollo propio y colectivo de las capacidades para generar riqueza deben de algún modo poderse proporcionar. Ello motiva la idea del Estado protector, social o del Bienestar y más recientemente, por ejemplo, el amplio movimiento en favor de una renta ciudadana8.

En resumen, una economía ciudadana será por lo tanto aquella que no se limitará a insistir obstinadamente en la importancia de la participación política de cualquier ciudadano, ni tampoco se limitará a una simple redistribución de la riqueza creada por unos pocos, sino que tratará que todos los ciudadanos cuenten o puedan contar directamente con la subsistencia material suficiente, facilitando que cada ciudadano se apropie directamente de ellos, que sea propietario de esos recursos, promoviendo que sea propietario individual y/o colectivo de sus propios medios de producción.

Una economía ciudadana no renuncia a los aportes de empresas globales, grandes y medianas -que permiten por ejemplo, contar con ingentes números de asalariados o importantes contribuciones fiscales-, pero consciente de la evolución del mercado de trabajo y la imposibilidad del antaño prometido pleno empleo, debe impulsar una miríada de pequeñas y medianas empresas. Fomentará igualmente una economía lo más distribuida posible a través de incontables ciudadanos productores capaces de ser autónomos y libres generando ingresos a través de sus propios recursos (inmobiliarios, sea un coche, una casa o una habitación y mobiliarios, talento, habilidad determinada) aprovechando para ello, por ejemplo, todas las potencialidades que ofrece hoy en día la tecnología digital.

¿Cómo debe hacerse? Si duda, dialécticamente, contando y preservando la iniciativa individual y colectiva de los ciudadanos; con la iniciativa pública superando amenazas, contradicciones y tratando de aprovechar oportunidades, buscando la conciliación y cooperación entre lo individual y lo común y tratando de evitar de no caer en el perfeccionismo ni la tentación de promover directamente lo imposible, sea por pura inocencia y voluntarismo, sea por populismo o mala fe, cuando se sabe de antemano que las expectativas que se crean no se podrán cumplir. El reto está servido.

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Notas

[1] T.H. Marschall and T. Bottomore, Citizendship ans social class, Pluto classic, London, 1992.
[2] A. Cortina, Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la democracia, Alianza Editorial, Madrid, 1997.
[3] R. A. Dahl, La democracia y sus críticos, Paidós, Barcelona, 1993.
[4] Depasa el ámbito de este artículo la definición de lo que es el nivel de subsistencia necesaria o suficiente, que ocupa por otro lado buena parte de los debates acerca de los beneficios o perjuicios de instaurar, por ejemplo, una renta ciudadana garantizada.
[5] Aristóteles, Política, Alianza Editorial. Cap. V. Madrid, 1993.
[6] Para una visión histórica del republicanismo –democrático- ver A. Domènech, El eclipse de la fraternidad: una visión republicana del socialismo, Crítica, Barcelona, 2003.
[7] J. Rifkin, La era del acceso, Paidós, Barcelona, 2013.
[8] Ver en http://www.redrentabasica.org/rb/

Autor / Autora
Profesor colaborador en la asignatura Nueva economía urbana del Máster Universitario de Ciudad y Urbanismo. Politólogo y máster en Dirección pública. Consultor en gestión pública y economía social, cooperativa y colaborativa. rogersunyer.com / @rogersunyer / Linkedin
Comentarios
naomi17 noviembre, 2020 a las 11:53 pm

muy bueno!

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